Su silueta destaca junto con la colorida
y larga tela que cuelga del techo. Estira sus brazos y la atrapa (todo es
oscuro, o casi. Todo excepto por ella, la silueta iluminada por el reflector),
la tela se tensa, sus músculos se contraen para subir su cuerpo; si soltara
¿qué le pasaría? Es obvio. Sube sus brazos, ¿caerá? Sus moldeadas (por ángeles,
claro) piernas se habían asegurado, un pie sobre el otro; el izquierdo entra
por la derecha, el derecho llega por arriba. Siempre amó esa subida. Ahora sus
brazos se contraen y sus piernas se extienden, ella sonríe, todos en el público
le devuelven la sonrisa.
Continúa alternando esta subida (“La
Rusa”, ¿por qué se llamará así? ¿Por el frío?, ¿o quizá por el riesgo? No lo
saben, sin embargo todos amaron cómo la ejecutaba, cómo la pronunciaba), junto
con vueltas y tomas efectuadas con la increíble precisión de su cuerpo. <<¡Oh!
¿Qué es eso?>> se suele escuchar cuando, sorpresivamente, está de cabeza.
Su sombra muestra un jazmín, su remera una rosa roja (roja y profunda como sus
labios, como sus uñas y sus arrebatadoras calzas. Mira hacia el reflector (solo
hay uno pero es suyo, su reflector), al brillante ojo que siempre la mira, el
único público que importa. Ella y la tela, como si fueran una, y el reflector,
su amante; <<Siempre estuvo allí>> pesará ella, <<Siempre me
observó>>. Siempre la cuidó. Estando de cabeza ella recuerda (creo que no
mencioné sus cabellos, oh sus negros cabellos, todos se embriagan en ellos;
provocante seda, atada por una colita. Todos en la audiencia lo desean:
<<Sí, por favor, soltalos. Mostranos cómo caen>>, todos quieren
saber cómo caen desde su invertida figura y, cuando suba, ver cómo caen sobre
sus hombros; todos anhelan la embriagante imagen, todos anhelan volver a ser
flechados por ella), cuántas cosas ha visto ese reflector, cuántas peleas y en
cuantos llantos ha estado ahí con ella.
Y es por esto que su actuación es tan
ilustre, nadie en el público la merecen (¿cómo podrían?, ¿quién podría?), solo
el reflector, confidente, amigo y, sobre todo, amante.
Y es por esto que ella quiere hacerlo y
disfruta, cómo debe de disfrutar su amante, quien solo la mira a ella; se aman.
Así,
deslizándose entre las telas, sosteniéndose, como agua entre rocas, como una pluma
en el aire. Hay un adjetivo; ella es muchos adjetivos, pero ahora destaca uno:
suavidad. El público está absorto, no comprender cómo, pero ella gira y termina
mostrando su equilibrio, el equilibrio de su enloquecedora figura, la tela se
dispara desde su vientre, perpendicularmente, al techo. Se escuchan aplausos,
ella sonríe agradecida al sentir el calor del reflector (no ha escuchado
ninguno de los aplausos, no le interesan), gracias. Decide que él se merece
más, así sube y repite giratorios y rápidos movimientos, aún seguía siendo la
sutil y tranquila, como si dominara este arte a la perfección, como si ella
misma fuera la diosa de las artes (celos siente la mismísima Minerva, incluso
Artemisa). Todos dicen lo mismo: hermosa. A ella no le importa qué digan, solo
quiere saber la opinión de su amante, a quien está dedicando todo su acto, a
quien ha dedicado todos sus actos.
Estira y juega con las telas, se
divierte y brinda su espectáculo. Extiende las telas, se envuelve en ellas;
sale (o asoma su cabeza, por lo menos) y mira al público. Todos ven su sonrisa
picarona; alguno que otro cree que, cuando guiñó el ojo, se lo guiñó a él, pero
ella sabe a quién le estaba guiñando.
Sube, quiere cerrar con broche de oro.
Ata, ata y ata, se prepara, suspira, abre los ojos y se suelta. Adelante una vuelva,
dos a la derecha y termina formando una pequeña bolita; “el bebé”, simple pero
tan deliciosos a la vista.
Nadie ve su rostro, pero ella sonríe,
siente al reflector sobre ella, siente… ¿qué es eso?, ¿cuántos sentimientos hay
ahí? Orgullo, felicidad y, ¿cómo no?, mucha satisfacción. Fue su acto y fue
increíblemente magnífico.
Ahora ya se va a festejar con sus amigos
y, muy probablemente, a conocer a otro pululante individuo que, como todos,
quiere conocerla para “llegar a algo”. Sabe a qué se enfrentará y se para en la
puerta. Mira la tela y luego al apagado reflector, ambos sonríen, ella le tira
un tierno beso y cierra las puertas; ahora su lugar romántico está cerrado y a
oscuras, esperando su regreso al otro día, quizá a reír, quizá a amar. Siempre
volver a su romance, a su herencia. Porque cuando allí ella no está (cuándo su
reflector, su tela y su aro la extrañan) deja su corazón, para que la recuerden
tal y como es ahí, pura. Y espera volver para reclamarlo y volver a asegurar
que tiene un hogar.
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