Daniel
llenó el vaso con su bebida gasificada sabor lima-limón y continuó su ejercicio
de mirar la pared.
-Sí,
definitivamente los recuerdos se nublaron –pensaba mientras zapateaba en el
suelo ritmos de batería (pronto serían respondidos por la señorita del piso de
abajo, que quiero dormir la siesta carajo, que la policía y que te voy a llenar
la cara de dedos y otras variopintas variantes de halagos repentinos y, como
siempre, venidos desde el corazón-. Es que así se piensa mejor –argumentaba-,
pero volviendo al tema, siempre la misma historia: recuerdo todo mi día de ayer
hasta que ella volvió a casa «schirick», desde ese frío punto se alza una pared
de hielo «schiriiiick», un glaciar desproporcionado arruinando mi bosque de
belleza primaveral, seccionando
mis recuerdos y privándome de reír de esa cosa graciosa que dijo y creciendo un
aura misteriosa tras este como si de esas enormes montañas que cuidan a la Plateau of Leng se tratase.
La pava chilló y
él no recordó cuándo había prendido
el fuego, solo se limitó en
apagarlo, cosa a la que una voz, un eco del futuro perdido en alguna parte de
este basto cosmos (o no, o quizá más allá) acotaba un “Por ahora”. De todas
maneras tomó su bebida gasificada sabor lima-limón.
-Y esto no es,
pero si estaba... Maldita seas agua con gas, carajo –decía ese al que le
sobrevenía una vez más ese monótono e irritante caso, impulsado solo por querer
recordar ese “poquito más”. Suplicaba y le rogaba a ese subconsciente suyo que
dejara de guardar esos secretos con tanto recelo, que por qué y dame motivos,
como si escondiera algo que sabe que él mismo no debería ver. Más temprano que
tarde Daniel comenzó a ver todo como si él mismo supiera algo que no quería
ver, o que no debía saber, pero estaba seguro que marcado a fuego estaba El
Episodio. Dentro, teorizaba Daniel, en un lugar muy profundo de su yo cósmico había un pequeño Daniel que tenía un
secreto (y que, vale decir ya que andamos de paso, vivía en una fortaleza
infranqueable para muchos), que sabía más que los demás Danieles que habitaban
esa coraza danieloza. Incluso existía la posibilidad de que ese no fuera un
Daniel más, sino un algo digno de llamarse Ese.
Pero pronto (y
lastimosamente) se retiró de esta batalla con su subconsciente, de estudiar el yo con una herramienta tan básica como lo
es el cerebro (en comparación, claro), abandonó estos pensamientos como quien
abandona una pelea pacíficamente luego de (muchos golpes) entender que no puede
ganar; sin embargo no lloraba la derrota, se volverían a encontrar y esta vez
Daniel tendría muchísimas más teorías desarrolladas. Pero, mientras tanto,
Daniel decidió pensar un poquito en algo más, para distraerse, ya ves, y ese
algo más era ella, cómo no.
«Con todos estos
cortes, estas “censuras”, nuestra relación deja de ser una película y termina
volviéndose un conjunto de fotografías abismalmente separadoresumidas. Y, para
colmo, atadas con una bandita color marrón. Se saca los auriculares para
saludarme, uy, qué macana, no le gusta el pollo y me regala un dibujo, seguido
de chauteamo (creo que eso era un te amo, salió desenfocada, es que a mi cámara
mental hay que tenerle paciencia para que enfoque y se ve que pintó la prisa) y
allá viene ella tan linda cuando camina, sonríe y se saca los auriculares, chau
otra vez. Y yo que después me pongo a buscar excusas cuando no me acuerdo de
las cosas que me cuenta.»
»Pero, quién sabe,
quizás es algo bueno, ¿no? Quizá no se trata de olvidar cosas porque sí, quizá
no sea tan contraproducente. O quizá…
»”CHAN CHAN
CHAAAN” Ahora pienso en finales y parece que la pava está humeando de nuevo..
Entre teoría y
teoría una campanita le sonaba en la cabeza (no, no era la pava otra vez), un
recordatorio programado (por cabeza digo celular, con esto de la tecnología hoy
en día, ¿vio?). «No me jodas que la tengo que pasar a buscar hoy» lo último que
las paredes escucharon antes del sonido de las llaves y el portazo.
Estas creyeron oír
a lo lejos varios «Pero yo soy un pelotudo».
«Ay pobre
pelotudo» cantaba el coro de querubines porcelanados, el auto gira y ellos se
mueven inversamente, teniendo siempre la misma distancia (ese lacito rojo) del
retrovisor, que esperaban a la primera oportunidad para molestar a Daniel, como
hacían de costumbre. Dorados rizos se posaban en sus cabecitas blancas, unos
perfectos espirales, girá en Hirigoyen (Yrigoyen para entendidos) que se van a
pegar un lindo susto (así como cuando fuiste al zamba de Santa Cruz por primera
vez), haciendo resaltar demasiado vistosamente a sus ojos, dos verdes, dos
azules y uno marrón, solo Dios sabe qué le pasó al otro).
(Paradójicamente)
Ninguno tenía labios, y eso que se escuchaban sus cantos en todo el auto, pero
solo en el auto.
«Creo» pensaba nuestro héroe salvador, un macho cabrío de
aquellos, de pecho peludo y manos ensangrentadas, temido por sus enemigos,
terrible jugador de ping-pong, no tan buen buscador de amadas que salen del trabajo.