martes, 13 de mayo de 2014

APOLLO 31

Recobro la conciencia en un parpadeo. La luna entra por la ventana y dibuja a la silueta, no veo su rostro pero oigo la risa, su risa. Mientras me acerco a la oscuridad que la conforma la luna menguante se confunde con su pelo, con su cuerpo; mientras nuestros labios se buscan la luna les ilumina el camino. Extiendo mi brazo hacia la luna, quiero sentirla, tan suave y deliciosa, quiero palparla. Me extiendo más y toco sus rayos, son sedosos y largos; mis dedos juegan entre ellos, contentando a la silueta, mientras siento que sus labios se rozan con los míos. La luna (la que no está detrás de la ventana) es sensible, mis dedos la sienten carnosa y delicada (¿quién lo hubiera dicho?), la palpo y la beso, heterogénea hasta sus dos puntos. Mis labios se rozan con toda su luna, arriba y abajo; siempre habla pero no usa palabras, su lenguaje me advierte o me alienta, sentimientos y deseos.
Sus traslucidas manos acarician y juegan en mi espalda, las mías sienten toda la luna, cada recoveco, guidas por su lenguaje, por el deseo concebido por mi cariño. La luna comienza a acercarse a la ventana, a la figura que la emula tan deliciosamente: si digo que es deliciosa es porque lo sé, me acerco y la pruebo, su beso y sus manos en mis mejillas, junto con un poco de perfume, de su exquisito perfume; en cuestión de segundos soy el catador de su deseo, el catador de la pálida y hermosa luna.
La luna terrenal (la más bella) se acercó a mí, su nariz juntó con la mía, y muy lejos, detrás (debajo) de nuestro beso oímos a un botón desabotonarse. Ese era el trato, cuatro besos por sus cuatro botones, su lenguaje (el que no tiene palabras) me alienta a más, a sentir (conocer) el centro de la luna, a descubrir qué me aguarda allí. Como una nave espacial a punto de aterrizar tengo el sumo cuidado, como quien se esmera en un regalo para un ser querido soy delicado; sus ojos, los ojos lunares, están fijos en mí mientras que la otra luna (la de la ventana) nos mira e ilumina, paciente pero ansiosa. Me cierno sobre ella, la siento, siento todo lo que ella siente: el dolor por las penas pasadas peleándose con el deseo, mientras una lluvia de amor inunda la escena. Uso su lenguaje (sé qué siente y quiero que sepa que yo siento igual) al mismo tiempo que ella, sus ojos, redondos y hermosos, se dirigen a los míos, su boca media abierta y la sorpresa; llegamos a entendernos de verdad por primera vez y lo encontramos agradable (“…muy agradable” piensa ella). Su cansada mirada no se ha separado de la mía, su agitada respiración no evita su sonrisa y el beso.
Entro, oigo su idioma, el idioma del amor, siento uñas en mi espalda: son profundas, pero no como yo dentro de la luna.
Entro. La luna menguante parece girar (ciclar) a medida que amo a su parecida, se ve que la luna nueva da paso al deseo creciente y la luna igual, “Adiós” se dicen cuando la luna llena llega: ahora otra vez menguante. Su luna roja se confunde con la pálida, la de la ventana sigue mirando. Ella sigue usando su lenguaje y ahora está sobre mí, me miran los deseosos ojos, pardos y estelares. Beso la luna suave y las uñas me mantienen acostado, siempre donde ella me quiere. Salvaje, pienso, salvaje y refinada a la vez… mi contradicción favorita ejemplificada por sus suaves (suaves y húmedos) labios sobre mí y sus labios (los que me besan, los que me hablan sin palabras) me sugestionan y me muerden tiernamente. Los besos paran y se desvanecen de mis labios, ahora se mudan a mi pecho: este le gusta y los desploma sobre él, a los únicos, blancos y dulces sobre mi sensible piel. Ahora mis besos y nuestro (ya no es más solo suyo) lenguaje son iguales, solitarios allá arriba, pero ella sigue besándome, como una suave manta sobre mí: el profundo explorador de la luna, tan blanca iluminada por su par. Me besa y yo me avergüenzo, me siente profundamente en sí y se avergüenza: la otra luna nos ilumina.
Recito su lenguaje y ella me ama, poemas y sonetos equivalen al amoroso deseo, al sentimiento escondido.
Todo explota: la luna de la ventana se rompe.
Todo explota: ella se recuesta sobre mí.

Todo explota y todo me besa, suaves (calientes y húmedos) labios. Sobre mí dibuja corazones, recordando la frase, la frase que hablaba de su profesión: ladrona de corazones, mi maestra en el arte de los sentimientos. Dibuja y me mira, me gustan sus dibujos; nada la ilumina, pero ella no tiene miedo. Se ríe y se siente protegida: ¿Que si quiero amor? Siento su perfume en mis labios, lo saboreo en los suyos, sabroso. Me despido de su rostro y me lo vuelvo a encontrar en mis sueños.

lunes, 5 de mayo de 2014

Un amor en su carpa.

Su silueta destaca junto con la colorida y larga tela que cuelga del techo. Estira sus brazos y la atrapa (todo es oscuro, o casi. Todo excepto por ella, la silueta iluminada por el reflector), la tela se tensa, sus músculos se contraen para subir su cuerpo; si soltara ¿qué le pasaría? Es obvio. Sube sus brazos, ¿caerá? Sus moldeadas (por ángeles, claro) piernas se habían asegurado, un pie sobre el otro; el izquierdo entra por la derecha, el derecho llega por arriba. Siempre amó esa subida. Ahora sus brazos se contraen y sus piernas se extienden, ella sonríe, todos en el público le devuelven la sonrisa.
Continúa alternando esta subida (“La Rusa”, ¿por qué se llamará así? ¿Por el frío?, ¿o quizá por el riesgo? No lo saben, sin embargo todos amaron cómo la ejecutaba, cómo la pronunciaba), junto con vueltas y tomas efectuadas con la increíble precisión de su cuerpo. <<¡Oh! ¿Qué es eso?>> se suele escuchar cuando, sorpresivamente, está de cabeza. Su sombra muestra un jazmín, su remera una rosa roja (roja y profunda como sus labios, como sus uñas y sus arrebatadoras calzas. Mira hacia el reflector (solo hay uno pero es suyo, su reflector), al brillante ojo que siempre la mira, el único público que importa. Ella y la tela, como si fueran una, y el reflector, su amante; <<Siempre estuvo allí>> pesará ella, <<Siempre me observó>>. Siempre la cuidó. Estando de cabeza ella recuerda (creo que no mencioné sus cabellos, oh sus negros cabellos, todos se embriagan en ellos; provocante seda, atada por una colita. Todos en la audiencia lo desean: <<Sí, por favor, soltalos. Mostranos cómo caen>>, todos quieren saber cómo caen desde su invertida figura y, cuando suba, ver cómo caen sobre sus hombros; todos anhelan la embriagante imagen, todos anhelan volver a ser flechados por ella), cuántas cosas ha visto ese reflector, cuántas peleas y en cuantos llantos ha estado ahí con ella.
Y es por esto que su actuación es tan ilustre, nadie en el público la merecen (¿cómo podrían?, ¿quién podría?), solo el reflector, confidente, amigo y, sobre todo, amante.
Y es por esto que ella quiere hacerlo y disfruta, cómo debe de disfrutar su amante, quien solo la mira a ella; se aman.
  Así, deslizándose entre las telas, sosteniéndose, como agua entre rocas, como una pluma en el aire. Hay un adjetivo; ella es muchos adjetivos, pero ahora destaca uno: suavidad. El público está absorto, no comprender cómo, pero ella gira y termina mostrando su equilibrio, el equilibrio de su enloquecedora figura, la tela se dispara desde su vientre, perpendicularmente, al techo. Se escuchan aplausos, ella sonríe agradecida al sentir el calor del reflector (no ha escuchado ninguno de los aplausos, no le interesan), gracias. Decide que él se merece más, así sube y repite giratorios y rápidos movimientos, aún seguía siendo la sutil y tranquila, como si dominara este arte a la perfección, como si ella misma fuera la diosa de las artes (celos siente la mismísima Minerva, incluso Artemisa). Todos dicen lo mismo: hermosa. A ella no le importa qué digan, solo quiere saber la opinión de su amante, a quien está dedicando todo su acto, a quien ha dedicado todos sus actos.
Estira y juega con las telas, se divierte y brinda su espectáculo. Extiende las telas, se envuelve en ellas; sale (o asoma su cabeza, por lo menos) y mira al público. Todos ven su sonrisa picarona; alguno que otro cree que, cuando guiñó el ojo, se lo guiñó a él, pero ella sabe a quién le estaba guiñando.
Sube, quiere cerrar con broche de oro. Ata, ata y ata, se prepara, suspira, abre los ojos y se suelta. Adelante una vuelva, dos a la derecha y termina formando una pequeña bolita; “el bebé”, simple pero tan deliciosos a la vista.
Nadie ve su rostro, pero ella sonríe, siente al reflector sobre ella, siente… ¿qué es eso?, ¿cuántos sentimientos hay ahí? Orgullo, felicidad y, ¿cómo no?, mucha satisfacción. Fue su acto y fue increíblemente magnífico.


Ahora ya se va a festejar con sus amigos y, muy probablemente, a conocer a otro pululante individuo que, como todos, quiere conocerla para “llegar a algo”. Sabe a qué se enfrentará y se para en la puerta. Mira la tela y luego al apagado reflector, ambos sonríen, ella le tira un tierno beso y cierra las puertas; ahora su lugar romántico está cerrado y a oscuras, esperando su regreso al otro día, quizá a reír, quizá a amar. Siempre volver a su romance, a su herencia. Porque cuando allí ella no está (cuándo su reflector, su tela y su aro la extrañan) deja su corazón, para que la recuerden tal y como es ahí, pura. Y espera volver para reclamarlo y volver a asegurar que tiene un hogar.

sábado, 3 de mayo de 2014

Busco estrellas.

Hasta hace un rato estaba lloviendo. Una lluvia pasajera, liviana, como tímidas gotas que piden permiso antes de llegar al piso. Me llamó la atención, porque hace un rato yo estaba llorando. Allá afuera mis lágrimas no valen nada, son otras saladas gotas de las demás. Diría que mis problemas parecen chicos afuera, pero no son grandes en ningún lado; son mis problemas, míos, por eso parecen grandes para mí, porque son lo único a lo que me puedo aferrar.
Aun así salgo afuera. No se siente bien, las gotas están frías. Adentro hacía calorcito, quiero eso, pero tenemos que darnos lo que necesitamos no lo que queremos.
Las tiernas gotas se veían bien desde adentro, pero son frías e incómodas.
Me quedo un buen rato ahí, no puedo ver las estrellas, no hay estrellas, solo nubes. Sí hay estrellas, allí están y vendrán. O no. Sí, sí están.
Tienen que estar en algún lado.
No conforme con mi suposición abro la reja de mi casa, sin molestarme en cerrarla corro lejos, todavía debajo de la lluvia, buscando. Tienen que haber estrellas, tienen que estar en algún lado. Ya no hay lágrimas en mi cara, o al menos creo que no hay, solo fría lluvia. Estoy incómodo, no me gusta el agua, no me gusta la lluvia.
¿Dónde no están las nubes?
-¡Señora! –le grito a una mujer que estaba despidiendo a quien parecía ser su hijo-, ¿dónde no están las nubes?
Me mira desconcertada, pobre. Habrá olvidado su juventud y los momentos de las nubes sin motivo; oh, estúpido tú (estúpido yo), que cree que no hay motivos.
-La juventud no justifica nada de eso –me digo entrecortadamente, estoy corriendo hace mucho, correr me marea. Claro que no justifica las nubes. Quizá deba pensar antes de gritarles a las pobres señoras que despiden a quien parece ser su hijo. Quizá deba pensarlo dos veces antes de salir a correr bajo la lluvia.
Ya esto acá, ¿sí? No queda otra, ya empecé a correr, ya empecé a buscar las nubes, esta vez de verdad. Sentado, mientras miraba por la ventana, también las buscaba aunque sin tantas ganas. Cualquiera busca sentado, mirando por su ventana. Yo quiero correr a las nubes, quiero librarme de toda duda.

La calle no se acaba, tampoco las nubes. Correr no es divertido, tampoco perder la esperanza con cada sacudido paso. Brillos, luces y altura. Un terriblemente grande edificio se pierde en las nubes. Brilla mucho. Entro.
Ella me invita a subir a los asciendescensores:
-Pero me dan miedo –le confieso.
Me da la mano y sonríe.
[Sonido de asciendescensor (como el de los ascensores pero más alto e insoportable)]
De alguna manera sigo sintiendo la lluvia, la terraza. No, no siento la lluvia. Estamos llorando, los dos. Luces, brillantes pardas luces, estrellas. Solo teníamos que subir, mucho pero subir.
¿Qué significa esa metáfora? Ni yo lo sé. ¿Mira arriba y encontrarás la luz?
Solo sé que por esos minutos en los que estuvimos juntos y nos tomamos de la mano no había ni una sola nube, ni una sola gota de lluvia.
Cuando bajé las gotas no era lo mismo, ya no eran frías, ya no eran incómodas. Ella me acompañó a casa, entró, se quedó un rato, nos quedamos juntos solo un ratito, un feliz ratito.

Nos quedamos juntos una feliz vida.

Probando cosítas.

Termina, ella ahuyenta mi odioso temor,  ella alza mi orgullo terminalmente.  Espero a mi odio temprano estando absorto, mientras observo todos esos anacrónicos momentos.
Oh, todos están aullando mentiras; oh, todos están alegres, mirándonos.
Oh, todavía eres anhelada, mi obsesión tardía.
Estas acciones muestran orgullosas tétricos estados a mi osado, tan estúpido, amor. Muestran orgullosas tantos encuentros (algún momento olvidado) turbulentos, espejados, anteriores. Me observan, te estudian. Abren mi obtuso tejado, están aquí, mientras otros te enseñan a mostrar odio.
Todos estos ardientes momentos, o todos estos ambiguos mecenas, odian tu esperanza, arrancan mis ojos, tu electo amor.
Muchos odiamos.
Tierna, educada, amorosa, mi osado Tulipán. A mí, o todos, enamora. Altísima mente, o temible altísima mente. Orgullosa, te extraño. Amor mortal obstruido tanto. Este amor, mortal o terminable, adora mis osadía.
Termina, ella adora mi osadía.

Tal era aquella muchacha ordinaria.